Escuela de Mindfulness, Reducción del Estrés, Yoga y Desarrollo Personal

El susurro del río

Había un pueblo, de esos pequeños y tranquilos, donde el tiempo parecía moverse más despacio. Allí vivía Ana, una joven que llevaba el peso del mundo en sus hombros. Trabajaba largas horas en un taller de costura, cuidaba de su madre enferma y, cuando finalmente tenía un momento para sí misma, su mente no paraba. Pensaba en las cuentas por pagar, en el futuro incierto, en todo lo que no había hecho bien. Su vida era un remolino, y ella apenas podía respirar.

Una tarde, agotada después de un día especialmente difícil, decidió tomar un camino distinto al volver a casa. En lugar de ir directo, siguió un sendero que la llevó al río, ese que siempre había estado ahí, pero que ella nunca se detenía a mirar. Había escuchado a los ancianos del pueblo decir que el río tenía algo especial, que podía calmar el corazón más inquieto, pero esas cosas siempre le habían parecido cuentos.

Se sentó en una roca al borde del agua, más por necesidad de un descanso que por otra cosa. Cerró los ojos un momento, tratando de silenciar su mente, pero los pensamientos seguían ahí, como un enjambre de abejas. Frustrada, los abrió y, sin saber por qué, empezó a observar el agua.

El río corría con suavidad, deslizándose entre las piedras. Había hojas que flotaban, llevadas sin esfuerzo por la corriente. Ana sintió un ligero escalofrío en los brazos, no por el frío, sino porque, por primera vez en mucho tiempo, algo en ella se aquietó.

Se quedó allí un rato, sin pensar demasiado, solo mirando. Notó el sonido del agua, un murmullo constante y tranquilo. Notó cómo el viento jugaba con su cabello, el peso de su cuerpo contra la roca, el olor húmedo de la tierra. Y, en ese instante, todo lo demás dejó de importar.

Al día siguiente, volvió. Y al siguiente también. Cada tarde, después del trabajo, Ana iba al río. No hacía nada especial, solo se sentaba y observaba, escuchaba, respiraba. Descubrió que podía dejar que los pensamientos vinieran y se fueran, como las hojas que flotaban en el agua. No tenía que luchar contra ellos, solo dejarlos pasar.

Con el tiempo, algo cambió en ella. Empezó a sentirse más ligera, más presente. Se dio cuenta de que no podía controlar todo lo que pasaba en su vida, pero sí podía elegir cómo vivirlo.

Un día, una vecina la paró en la calle. "Ana, te veo distinta. Estás más tranquila, hasta sonríes más. ¿Qué estás haciendo?". Ana sonrió, con esa calidez que nace de dentro. "Estoy aprendiendo a escuchar el río", dijo, aunque sabía que no se trataba solo del río.

Pronto, otras personas del pueblo quisieron acompañarla. Se reunían junto al agua, en silencio, dejando que el sonido los envolviera, aprendiendo juntos a respirar, a soltar, a estar. No era magia, pero a veces lo parecía. La gente discutía menos, se reía más, se tomaba las cosas con más calma.

El río siempre había estado ahí, pero ahora todos lo escuchaban. Y, al hacerlo, también se escuchaban a sí mismos.